Cuando el poder miente, se derrumba de la confianza

Aristóteles: «El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad»
Por Nicanor Ramírez
La mentira, cuando nace en los pasillos del poder, no muere como una simple falsedad, sino que se transforma en política de Estado.
Un funcionario que miente debilita la credibilidad de su institución, pero cuando quien miente es el presidente, el país entero se convierte en un teatro de sombras.
La mentira oficial tiene un peso distinto. No es solo el engaño de un individuo… es la manipulación de la fe pública.
Un ciudadano puede soportar la crisis, la escasez o la inseguridad, pero no puede convivir con la certeza de que el propio Estado le oculta o le tergiversa la verdad.
La mentira como método de gobierno
Hay funcionarios que mienten por miedo, otros, por costumbre.
El primero teme perder el favor de su jefe. El segundo, ya no distingue entre el deber y el cinismo.
Pero cuando un presidente convierte la mentira en instrumento de gobierno, el daño es sistémico, pues la la palabra oficial deja de tener valor y la verdad se privatiza.
Un presidente mentiroso no solo falsifica cifras, sino que reescribe la realidad.
Desvía la atención con discursos emotivos, inventa enemigos imaginarios, promete lo que sabe que no cumplirá.
Y cada vez que lo hace, mina la confianza del pueblo, la estabilidad institucional y la credibilidad internacional.
El efecto dominó
Cuando el jefe del Estado miente, sus ministros aprenden que mentir paga.
Los voceros descubren que el silencio vale más que la honestidad.
Los medios, en su intento de no perder acceso, bajan la guardia, y el pueblo, cansado de contradicciones, deja de creer en todo.
Así nace el caos moral, una sociedad donde nadie dice la verdad porque nadie espera oírla.
Y en ese vacío de confianza, florecen la corrupción, el populismo y el desencanto.
El costo invisible
El mentiroso político cree que gana tiempo. No entiende que la mentira en el poder es deuda con intereses morales.
Cuando la verdad emerge —y siempre lo hace—, destruye más que cualquier crisis económica.
Porque el pueblo puede perdonar la incompetencia, pero nunca la traición de la palabra.
Un país gobernado por mentiras vive en simulacro. Se aplauden logros que no existen, se niegan tragedias que sí ocurren, y la esperanza se vuelve propaganda.
Por eso, en tiempos donde los discursos valen más que los hechos, decir la verdad es un acto de resistencia.
Y cuando el presidente miente, el ciudadano honesto —el periodista, el maestro, el obrero— tiene el deber moral de recordarle que la verdad, aunque tarde, siempre vuelve a pasar lista.



