La Policía Nacional al calor de sus masacres

Por Augusto Alvarez
Después de la sangrienta masacre en Santiago, donde fueron ejecutados cinco jóvenes y borradas las evidencias que comprometían a los hombres de armas, vuelve la misma pregunta: ¿y las cámaras corporales?
Se recomendó su adquisición para garantizar a la ciudadanía la transparencia de la actuación policial, pero cuando la sangre corre, esas cámaras nunca aparecen.
¿De qué sirvió la inversión? ¿O acaso se compraron solo para exhibición, no para rendir cuentas?
Decir que las víctimas eran delincuentes no exonera a sus verdugos. ¿Qué eran entonces los ejecutores: ángeles justicieros?
La Policía no puede colocarse por encima de la ley, ni convertir las calles en un paredón sin juicio.
Nadie creerá que la cadena de mando quedará al margen. Y menos aún cuando, con sospechosa prisa, se apresuran a etiquetar a las víctimas como “delincuentes”, sin serlo. Así ocurrió en Santiago, con el barbero y el prestamista: hombres defendidos por sus comunidades, por amigos y familiares, por la propia sociedad que los conocía.
Ese intento de disfrazar ejecuciones con el cliché de “eran delincuentes” no convence a nadie. Cada vez que la Policía lanza esa narrativa, lo que consigue es exponer la podredumbre interna de un cuerpo que dispara primero y fabrica excusas después.
Todo indica que esta masacre se inscribe en la agenda oscura de quienes aspiran a dirigir la institución policial. Y si al arrancar las cámaras del entorno del crimen la Policía intentó borrar huellas, lo único que logró fue autoincriminarse.
Ahora queda la pregunta incómoda: ¿cómo le arman el muñeco al presidente? Porque si el mando policial en Santiago está implicado, eso arrastra hacia arriba, hasta el propio Palacio.
Señor presidente, usted es el comandante en jefe. Y cuando la Policía mata, ejecuta y manipula pruebas, no basta con discursos. Es la hora de actuar, porque la sangre de Santiago ya mancha las manos del poder.