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De general a general.. una respuesta sin paños tibios

Análisis crítico e interpretación legal a la llamada “camisa de fuerza” al Presidente impuesta por la Ley 590-16.

Por Lic. Miguel A. Ventura de León
Gral. Retirado, P.N.

La aseveración realizada por un oficial general en la honrosa posición de retiro de la Policía Nacional, sobre la designación y permanencia del Director General de la Policía Nacional, quien señala que la ley ha puesto una “camisa de fuerza” al presidente Luis Abinader al limitar el período máximo del cargo a dos años.

Este planteamiento, aunque provocador, requiere un análisis jurídico más profundo que considere técnica legislativa, jerarquía normativa, diseño institucional y constitucionalidad.

La presente reflexión busca aclarar las implicaciones legales y presentar los supuestos interpretativos que no se sostienen a la luz del ordenamiento jurídico vigente.

La pregunta con la que debemos iniciar esta reflexión es: ¿Existe realmente una “camisa de fuerza” o es un diseño deliberado del legislador?

El argumento central del texto original sostiene que tanto la Ley 96-04 como la Ley 590-16 han limitado indebidamente al Presidente, impidiéndole ampliar el período del Director General más allá de dos años.

Sin embargo, una lectura rigurosa conduce a la conclusión opuesta, ya que en la Ley 96-04 se establecía un período máximo de dos años; no se mencionaba la destitución anticipada, pero eso no anulaba la facultad presidencial de hacerlo, partiendo del postulado jurídico de que la Constitución prevalece por jerarquía normativa.

En cuanto a lo que establece la Ley 590-16, esta normativa mantiene el período máximo de dos años, pero añade explícitamente la facultad presidencial de remover antes de tiempo, aclarando cualquier duda anterior. No contempla la extensión del período, lo cual no es una omisión accidental, sino un límite legislativo deliberado.

Por tanto, hablar de “camisa de fuerza” supone asumir que limitar el poder del Presidente es una anomalía. Pero las leyes orgánicas —especialmente en cuerpos armados y policiales— están precisamente diseñadas para limitar, ordenar y estructurar la autoridad, evitando personalismos y fortaleciendo el control civil democrático.

En otro orden, al decir que la ley tiene una delicada laguna que el legislador no previó, así como afirmar que el reglamento de aplicación de la ley debió corregir la supuesta omisión y permitir confirmaciones o prórrogas; este planteamiento choca con dos principios esenciales:

a) Un reglamento no puede contrariar ni ampliar lo que dice la ley. La jerarquía normativa es inequívoca: si la ley fija un período máximo, un reglamento no puede crear atribuciones nuevas, no puede ampliar el límite temporal ni puede autorizar extensiones no previstas, por lo que cualquier intento de hacerlo sería jurídicamente nulo.

b) El límite temporal es parte del diseño institucional; al establecer un período fijo y limitado no puede leerse como una pifia de los legisladores, sino como una decisión consciente de estos para evitar la consolidación prolongada de una figura en un cuerpo armado históricamente sensible. Por tanto, lejos de haber una laguna, hay una elección legislativa orientada a la estabilidad democrática.

En cuanto a las facultades constitucionales del Presidente, estas son amplias, pero no ilimitadas. Al analizar el escrito al cual hacemos referencia, el autor acude a argumentos retóricos sobre la “sabiduría” y “autoridad suprema” del Presidente, pero en un Estado constitucional esto no basta para desplazar una ley orgánica.

Nuestra Constitución reconoce que el Presidente dirige la administración pública, es la autoridad suprema de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, así como que puede nombrar y remover a los funcionarios.

Sin embargo, también establece que ejerce sus atribuciones conforme a la Constitución y las leyes. Es decir, su poder está reglamentado por la ley, por lo que afirmar que puede extender un mandato más allá del límite legal equivale a aceptar que puede actuar por encima del legislador, lo cual es incompatible con el Estado de derecho.

Ante lo anterior expuesto, surge la interrogante: ¿Puede el Presidente extender el mandato del Director General? La respuesta jurídica es inequívoca: NO. Ya que la ley fija un período máximo y no contempla extensiones, la única vía constitucionalmente válida para prolongar el período sería modificar la Ley 590-16 o aprobar una nueva ley orgánica que redefina el período o establezca mecanismos de designación del Director General. Cualquier acción fuera de lo establecido por la vigente ley policial estaría fuera de la competencia otorgada por la ley.

Continuando con la observación del orden constitucional, se precisa señalar que la conveniencia política no debería imponerse a la legalidad.

En ese sentido, es comprensible que en un proceso de reforma policial se argumente que la continuidad del mando es conveniente. Pero la conveniencia coyuntural no puede desplazar el mandato establecido en la Ley 590-16.

Si se busca continuidad institucional, lo correcto no es reinterpretar la ley contra su texto, sino reformarla siguiendo el proceso legislativo correspondiente. Esa es la esencia del control democrático y del Estado de derecho.

El punto crucial del escrito en cuestión es que el autor no debería considerar que el proceso de reforma policial en la que está inmersa la institución policial depende de una persona. Y aquí surge un aspecto institucional indispensable, y es necesario decirlo con claridad: la continuidad de la reforma no depende de un Director General en particular.

En consecuencia, los mandos superiores deben conocer y dominar los procesos estratégicos de la reforma, la cual debería estar institucionalizada y no personalizada en la figura del Director General.

Por lo tanto, la planificación y desarrollo de la gestión policial debe ser un engranaje dentro de un sistema ejecutado por los oficiales generales de la Policía Nacional, y nunca asumirse como un proyecto individual. Por tal razón, el oficial general que sea designado al término del período de gestión de un Director General de la institución puede —y debe— continuar el proceso de reforma.

Finalmente, cabe resaltar que el compromiso es institucional, no personal. En ese sentido, cabe señalar que “todos los miembros policiales son necesarios, pero ninguno es indispensable”. En esa frase se sintetiza la esencia de lo que significa apostar por la institucionalidad. Si la reforma depende de un solo hombre, entonces no hay reforma; hay dependencia. Una verdadera transformación debe ser capaz de sobrevivir a las rotaciones, a los relevos y al paso natural del tiempo.

En conclusión, la Ley 590-16 no impone una “camisa de fuerza” al Presidente de la República, sino un límite racional y premeditado para garantizar transparencia, rotación, equilibrio y control legal sobre la Policía Nacional. No existe laguna jurídica y el Presidente no puede extender el período del Director General sin una reforma legal.

El debate debe alejarse del personalismo y enfocarse en consolidar estructuras duraderas. Las instituciones no dependen de un nombre: dependen de reglas claras, mandos capacitados y continuidad en la agenda institucional.

Si el país entiende que es necesaria una mayor estabilidad en el mando policial, el camino democrático y constitucional es la modificación legislativa, no la reinterpretación forzada ni las excepciones ad hoc de la ley. Solo así se fortalece la institucionalidad y se garantiza que la reforma policial sea un proyecto del Estado, no de una persona.

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